Nunca es tarde si la dicha es buena. Han transcurrido diez años desde que la ONU y diversas entidades dieron la voz de alarma: era necesario contar con una ley eficaz y contundente para proteger a los menores frente a cualquier tipo de violencia. Una década después, y a falta de previsibles ajustes en sede parlamentaria, España aprueba una de las leyes más ambiciosas de su entorno respecto a la protección de los más vulnerables.

Vulnerabilidad que puede traducirse en cifras, tan frías e impersonales como necesarias para radiografiar el problema de fondo: el 50 por ciento de las denuncias por agresión sexual en España tienen como víctima a menores. De ellas, solo un pequeño porcentaje terminan saliendo a la luz. Vulnerables, pero además invisibles.

La Ley de Protección Integral de la Infancia y la Adolescencia frente a la Violencia —cuyo texto impulsó un Gobierno de signo muy distinto del que lo ha terminado perfilando, lo que da esperanzas para el consenso político— tiene como uno de sus ejes centrales, precisamente, acabar con el velo de silencio y secretismo bajo el que se desenvuelven, por encima de todos, los delitos de carácter sexual. Acabar con la sensación de que la ley mira hacia otro lado ante el encubrimiento de los agresores.

Así, la nueva ley —conocida como Ley Rhodes, el famoso pianista víctima de abusos sexuales en su infancia— obligará a la ciudadanía, y especialmente a aquellos que por su trabajo tengan un contacto habitual con menores (como policías, funcionarios, sanitarios, educadores…), a denunciar toda situación de violencia que conozcan sobre un menor, incluso por medio de la red, aunque no sea delictiva.

Se trata de detectar, cuanto antes, los posibles casos de violencia contra menores, cuya situación de inferioridad de poder frente a sus agresores los lleva a soportar un dolor duradero y una humillación que marca, con frecuencia de manera irreversible, las etapas de mayor desarrollo personal. Curar la herida mucho antes de que deje cicatrices visibles.

Para paliar el tortuoso camino de quienes han sufrido algún tipo de violencia sexual en su infancia, la ley también prevé la modificación de ciertos artículos del Código Penal, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y de Protección Jurídica del Menor.

Uno de los aspectos fundamentales en este punto es que se amplía el plazo de prescripción de los delitos más graves cometidos contra menores. Con la nueva norma, la prescripción empezará a contar cuando la víctima cumpla 30 años —actualmente es a partir de la mayoría de edad—.

Este es un cambio muy positivo para las víctimas, ya que resulta habitual que los menores agredidos sufran secuelas tan graves que les impida hacer público el problema y atreverse a denunciar hasta que llegan a adultos.

¿Será suficiente? Muchas voces ya se han pronunciado para pedir que la prescripción de estos delitos comience a contar incluso a partir de los 45 años. Quizás es una tendencia que ya marcan otros países: Reino Unido, Canadá o Australia, así como en muchas regiones de Estados Unidos, los delitos sexuales más graves contra menores ni siquiera prescriben.

Evitar la revictimización

Un menor sentado frente a un policía, ante un juez para ratificar su denuncia, ante un médico forense y ante un tribunal es un menor que, hasta en cuatro ocasiones, experimenta las sensaciones negativas y humillantes del delito que ha sufrido. Una constante sobreexposición que victimiza, una y otra vez, a quienes han sido objeto de delitos execrables.

Así, entre las medidas de mayor calado en la práctica jurídica, la nueva ley establece la prueba preconstituida con carácter general para menores de 14 años o con discapacidad. Es decir, proteger a la infancia desde las instituciones, sin someter a los menores a las deficiencias procedimentales de la Justicia y evitando que su condición de víctima se mantenga, de forma innecesaria, durante un proceso interminable.

Con esta Ley, damos un paso más en la protección de la infancia hasta situarnos a la vanguardia internacional. Un paso de gigantes que trata de resolver problemas muy graves y muy concretos para un colectivo especialmente vulnerable. Y , más aún, tras la pandemia: no olvidemos que la violencia hacia los menores ha crecido un 48 % durante el confinamiento.

Una ley que mira hacia los menores, hacia quienes nunca deberían estar en el centro de la violencia, pero que, de alguna forma, también nos protege como sociedad.

[Artículo publicado originalmente en Cinco Días]