El 7 de julio de 1981 supuso un hito en nuestra historia. Se aprobaba la Ley del Divorcio, una normativa que entre otras novedades modifica­ba el Código Civil de 1889 en lo que se refiere a las causas de separa­ción, divorcio y nulidad matrimonial. ¿Qué cambios introdujo?

La Ley 30/1981, de 7 de julio, denominada Ley de Divorcio, por la que se modificó la regulación del matrimonio en el Código Civil y determinó el pro­cedimiento a seguir en las causas de nulidad, separación y divorcio, fue el pri­mer paso decidido e importante hacia la disolución del vínculo matrimonial.

La Ley de 1981 establecía unos requisitos que han sido posteriormente mo­dificados. Por una parte obligaba a los cónyuges en los procesos de mutuo acuerdo a esperar un año desde la celebración del matrimonio para interpo­ner una demanda de separación, o la acreditación de dos años ininterrumpi­dos de falta de convivencia para instar directamente el divorcio, sin pasar por una separación previa.

Y, por otra parte, en los procedimientos contenciosos era imprescindible imputar al otro cónyuge alguna de las causas recogidas en el artículo 82 de la Ley, tales como el abandono injustificado del hogar familiar, la infidelidad, la conducta injuriosa o vejatoria, violaciones graves y reiteradas de los deberes conyugales, el alcoholismo, la toxicomanía o las perturbaciones mentales, siempre que el interés del otro cónyuge o el de la familia exigiesen la suspensión de la convivencia. Todas ellas como funda­mento necesario para la interposición de la demanda ante el Juzgado.

En 2005 se aprobó la Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifica­ron el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separa­ción y divorcio. ¿En qué han consistido estas modificaciones?

Han tenido que pasar veinticuatro años para que esta Ley de Divorcio de 1981 se adecuase a las nuevas necesidades de la sociedad y de los matrimo­nios actuales. En 2005 entró en vigor una importante modificación legislativa que permitió, entre otras medidas, la celebración de matrimonios de perso­nas de un mismo sexo.

A esta reforma legislativa se la conoce como la ley del divorcio exprés, no precisamente por el acortamiento de los tiempos de espera en los Juzgados, sino porque ahora resulta posible tramitar el divorcio habiendo transcurrido tan solo tres meses desde la celebración del matrimonio -no un año-, y no siendo necesario acudir a un procedimiento de separa­ción previo.

Además, la mera voluntad de divorciarse es suficiente para instar la disolución del vínculo matrimonial sin ne­cesidad de alegar ninguna de las causas o incumplimien­tos conyugales que recogía la Ley de 1981. Esto es lo que se ha denominado el divorcio acausalo divorcio sin necesidad de alegar justa causa, cuyo pronunciamiento por el Juzgado no admite recurso alguno.

Es decir, en el momento actual, se divorcia cualquier persona en España que así lo solicite por el mero hecho de haber transcurrido tres meses desde la celebración del matrimonio. No existiendo causa de oposición al­guna. Muchos autores se preguntan si fue merecido o no este adiós al sistema causalista establecido en la Ley de 1981, que estuvo en vigor durante cuarenta años, en contraste con las legislaciones de otros países como en concreto el modelo anglosajón.

La Ley de 1981 contó en su elaboración con muchas críticas y presiones.

¿Socialmente España estaba pre­parada para un cambio de mentalidad plasmada en un texto legislativo de estas dimensiones?

La experiencia posterior, desde 1981 hasta hoy mismo, ha demostrado cumplidamente que la sociedad espa­ñola estaba preparada para el cambio político y para el cambio social.

En el ámbito social, la ciudadanía estaba ansiosa de aquella libertad en la que todos pensamos en primer lugar: poder escoger el lugar donde vivir, cómo vestir, cómo y por dónde moverte y trasladarte, qué idioma ha­blar, qué religión practicar o no practicar. Evidentemen­te en España el vínculo matrimonial indisoluble estaba arraigado en la creencia colectiva tanto religiosa como laica. La aceptación del divorcio y posteriormente la to­lerancia social con las personas divorciadas, ha puesto de relieve que la sociedad española ha sabido cambiar con madurez y sin estridencias.

Uno de los principales ámbitos que más ha varia­do en materia de separación y divorcio es la custodia de los hijos, pasando de una cierta preferencia por la progenitora a reivindicar la importancia de la custodia compartida en interés superior del menor. ¿Qué nuevos cambios veremos en el futuro?

La regulación de la custodia compartida en el Código Civil es uno de los grandes desafíos que queda todavía por abordar. Frente a lo que sucede en determinadas Comunidades Autónomas como Aragón y Cataluña, el Código Civil no regula a día de hoy lo que se entiende por custodia compartida.

La Ley 15/2005, de 8 de julio incluye por primera vez el término de custodia compartida en el Artículo 92.8, si bien como una opción excepcional. Excepcionalidad con la que ha terminado el Tribunal Supremo en reite­radas Sentencias, sustituyendo el vacío generado por la ausencia de una regulación normativa.

Para el Supremo la guarda y custodia compartida es la opción normal y deseable en los procesos de divorcio, ya que sitúa a ambos progenitores en situación de igualdad y de plena corresponsabilidad parental.

Algunas de las razones aducidas por el Tribunal Supre­mo para considerar la custodia compartida como op­ción más deseable son: que fomenta la integración del menor con ambas partes evitando desequilibrios en los tiempos de presencia; se evita el sentimiento de pérdida de los hijos frente a los progenitores; no se cuestiona la idoneidad de los progenitores; se estimula la coopera­ción de los padres en beneficio del menor, entre otras muchas razones.

Falta mucho por legislar, como por ejemplo el caso de los hijos nacidos por gestación subrogada y los re­gímenes de visitas de familiares y allegados en familias ensambladas, es decir, aquéllas en las que ambas partes aportan su propia descendencia, o la modificación del uso y disfrute del domicilio familiar.

La crisis sanitaria del Covid-19 ha paralizado no sólo a la sociedad, sino que ha echado el freno a muchos procesos judiciales. ¿Pero cómo ha afectado a la tramitación de procesos de divorcio?

En primer lugar, el colapso judicial en el ámbito del Derecho de Familia ya existía antes del Covid-19.

Lo que supuso la pandemia fue un retraso adicional al ya existente como consecuencia de permanecer los Juzgados cerrados durante ochenta y tres días consecu­tivos. El 4 de junio de 2020 los plazos arrancaron de cero con muchos Juzgados sin posibilidad de celebrar vistas presenciales.

A día de hoy tampoco existe un protocolo para el desarrollo de los juicios telemáticos. Y los esca­sos juicios que se realizan telemáticamente no ofrecen garantías de seguridad en cuanto a la protección de da­tos ni en cuanto al desarrollo del proceso.

Durante el confinamiento, otro de los aspectos con­flictivos fue el cumplimiento de regímenes de custodia y visitas, ¿cómo se solucionó?

Durante el confinamiento las Juntas Sectoriales de Jueces adoptaron criterios por unanimidad en los diferentes partidos judiciales de todo el territorio nacional que sirvieron de guía en el cumplimiento de los regímenes de custodia y visitas.

Estos criterios nos fueron de gran utilidad a los profe­sionales y abundaron en la necesidad de crear una Juris­dicción de Familia propia.

También, desde la Sección de Familia del ICAM, ante las normas derivadas del Real Decreto 463/2020 que declara el estado de alarma y las dudas y temores que generaba la situación, emitimos unas recomendaciones.

Según los datos recogidos por el Servicio de Estadís­tica del Consejo General del Poder Judicial, todos los tipos de demandas de disolución matrimonial presen­tadas en el año del coronavirus -2020- han reflejado una disminución conjunta del 13,3% respecto a 2019, ¿qué lectura hace de este dato?

A mi juicio este dato tiene dos lecturas. Por un lado la im­posibilidad de tramitar ningún procedimiento desde la de­claración del estado de alarma que hasta el 4 de junio de 2020 hizo decaer la litigiosidad producida ese año.

Por otro lado, una vez restablecida la normalidad judicial, el que los ciudadanos no acudieran “en masa” al Juzgado como mu­chos preveían supuso la extraordinaria madurez con que la sociedad española reaccionó ante la pandemia, llegando a acuerdos extrajudiciales en un número muy superior a 2019.

Abogados, jueces y expertos hablan de la necesidad de recurrir a métodos alternativos como la mediación y el arbitraje, como forma de desatascar la tramitación de procesos judiciales que se encuentran en los juzga­dos. ¿Estas figuras podrían ser útiles o más económicas para acelerar la resolución de los procesos de divorcio?

Cualquier procedimiento extrajudicial que facilite la resolución de los conflictos es útil en el Derecho de Fa­milia. Lo que sucede es que en la mayor parte de los casos esa mediación la realizamos los propios abogados cuando intentamos alcanzar un mutuo acuerdo. El fin último en la solución de los conflictos pasa por evitar su judicialización y redactar las bases de un acuerdo que refleje fielmente la voluntad de las partes y sea una hoja de ruta duradera.

¿Qué perspectivas a futuro nos esperan respecto a la tramitación de los divorcios en España? ¿Qué panora­ma nos vamos a encontrar en los próximos años?

Mirando al futuro claro que caben mejoras, tanto en el proceso del divorcio como en la etapa previa, y sobre todo en las etapas posteriores al divorcio. Se equivoca quien actúa como si una vez sancionado legalmente el divorcio todo ha concluido. Hay que aprender a cons­truir un comportamiento responsable de las personas divorciadas en primer lugar en relación con los hijos, pero también entre los propios progenitores y sus res­pectivas familias.

Los epicúreos pensaban hace dos mil años que la jus­ticia consistía en “no dañar y no ser dañado”. Hay que reeducarse y educar a quienes te rodean para que el di­vorcio no añada un daño adicional a la frustración del proyecto matrimonial.

Daño que en no pocas ocasiones es más continuado y más amargo que la propia ruptura del vínculo matrimonial. Juristas y legisladores tienen la atractiva tarea de convertir el divorcio en España en una efectiva práctica de vida mejor de forma individual y co­lectiva y enfocarlo como una solución a un problema y no como un problema en sí mismo.

¿Se podría decir que en los últimos 40 años la evolución del divorcio en España ha sido positiva para los derechos y libertades de los ciudadanos? ¿Qué necesita mejorar?

Efectivamente, la implantación del divorcio ha con­tribuido significativamente al aumento de las libertades prácticas. El derecho al divorcio está poniendo de relieve la otra cara de la moneda. La “capacidad legal” no siem­pre va acompañada de “capacidad práctica”, es decir, capacidad económica y también por qué no, capacidad emocional. La vida de las personas divorciadas, en par­ticular de las mujeres con hijos, es difícil económica y emocionalmente hasta el punto de que puede resultar intolerable.

En el ámbito emocional la sociedad ha de reeducarse hacia una visión positiva del hecho del divorcio. En el ámbito económico se requiere una respuesta política, que haga posible la ayuda efectiva en los casos particu­larmente críticos. No se trata de alentar el divorcio pero sí de que se contemple como un avance positivo para la vida de muchas personas.


Artículo publicado originalmente en Otrosí, revista del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid.