Repasando mentalmente los deportes que he practicado durante mi vida (baloncesto, voleibol, natación, futbol, béisbol, tenis…) ninguno une en mí tantas cosas como el yoga.

Cuida tu cuerpo, pero también tu interior, te conecta a través del trabajo físico y mental con el cuerpo, con la parte más profunda de ti misma. Yo siempre lo había tenido como algo aburrido y en lo que no se hace mucho ejercicio.

Pero conforme ha ido pasando el tiempo, me gusta más y me enganchó. Necesitaba algo que me ayudara a gestionar las emociones y lo encontré.

El afán de instruirme, profundizar y estudiar me llevó a clase de yoga y el primer día salí más relajada y con la mente algo calmada, con los músculos algo más tonificados y parecía —sí, parecía— más alta. La verdad, había oído hablar sobre el yoga y sus propiedades relajantes, pero nunca se me había ocurrido que tuviera tantas facultades: alivia los dolores, mejora la automotivación y la concentración, te mantiene en el peso, reduce el estrés…

Porque la clase de yoga es mucho más que un ejercicio o una simple relajación, la meditación tiene que ver con el cultivo de la paz interior y la quietud, la conexión con el momento presente, aquí y ahora, que tanto nos dice Piedad, mi profesora. Sus verdaderos objetivos comienzan a dar frutos cuando se empieza a escuchar al propio cuerpo con respeto y se es capaz de observar la mente con objetividad y desapego, y se aprende a vivir la vida desde la propia realidad interior.

En resumen, el yoga es una medicina, es regalarme momentos para mí, me sosiega y me conecta más con el presente. Ayuda a compensar las posturas de horas y horas sentada en el despacho y he encontrado a gente, mejor dicho, amigos, con un estilo de vida parecido y similar visión de la vida.

Tengo que mejorar los equilibrios, es mi reto.